Buenas Valentiamores:
Hoy vengo más moñas que nunca.
Acabo de volver de unas vacaciones con Valentino la mar de pastelosas y oye, me
apetecía contároslas.
Han sido en su país natal,
Marruecos, un lugar mágico, bonito, especial y del cual yo ya estoy hasta el mismísimo
chochamen, me paso la vida viajando allí para poder estar con mi chulazo.
Querida burocracia española, porque no dejáis de dar por culo a la gente y aceleráis
los tramites para que parejas como la mía puedan vivir de una manera sana su
relación? Aaa, claro, se me olvidaba, a vosotros eso de hacer feliz a vuestros
ciudadanos no se os da muy bien, claro. En fin, sigo.
Hemos pasado una semanita muy
bonita y llena de momentazos inolvidables, pero creo que primero debería
presentar a Valentino, que siempre dejo caer cositas sobre él pero nunca me he
parado a explicar nada en concreto.
Valentino es un mozo bien
plantado de 28 años, informático y con los ojos más espectaculares de la Tierra
y no lo digo yo…Es divertido, inocente y sexy, muy sexy con un culito divino de
la muerte. Tiene sus defectillos como todo hijo de vecino, como por ejemplo el
sacrificio inhumano que hace cada vez que tiene que reconocer un error o lo que
tarda en arreglarse para salir de casa.
Bien, pues el primer día
básicamente estuvimos en Marrakech dedicados al fornicio profundo, total y
maratoniano. Llevábamos todo el verano sin vernos, creo que es algo normal e
instintivo. Total que después de dejarnos sin una gotica de energía, estuvimos
durmiendo unas horas antes de despertarnos para emprender el viaje a las
montañas.
Pasamos dos días en una casita
rural en medio del Atlas, con unas vistas espectaculares y con el aire más puro
que he respirado en años. El problema está en que para llegar hasta allí
primero tienes que soportar un viaje de unos cuarenta minutos desde Marrakech,
en un taxi más viejo que Matusalén, con siete pasajeros más, y no, con esto no
me refiero a que el taxi sea rollo furgoneta no, con esto quiero decir que en
un coche normal, nos embutimos seis personas más el taxista. No diré que es una
experiencia desagradable, pero supongo que podría ser más divertida si todos hablásemos
el mismo idioma y el coche tuviese aire acondicionado.
Al llegar al pueblecito, Asni,
decidimos comer allí en la plaza principal y luego ir dando un paseo hasta la
casita rural. Lo que no sabíamos nosotros era que estaba a tomar por culo de
allí y por caminos de tierra y burros, si, si, he dicho burros, ese animal que
aquí en España lo tenemos en peligro de extinción, puedo jurar haber visto en
ese pueblo un aparcamiento de ellos. Desde luego el lugar no tenía precio.
Pues después de mucho discutir y
de que mi querido Valentino me llamase vaga unas diez veces en diez minutos,
conseguí convencerle de ir en taxi a la casa rural, cosa que después me
agradeció enormemente en forma de masaje, porque el caminito era todo cuesta
arriba. Aún así, una parte del trayecto la tuvimos que hacer andando porque los
coches no podían pasar, así que allí que íbamos los dos urbanitas, yo con
bailarinas y él con sandalias, arrastrando nuestras maletitas con ruedas de
silicona por una jodida cuesta interminable llena de piedras que se me clavaban
en las plantas de los pies.
Cuando abrimos la puerta de la
casa rural nuestras pintas no podían ser más patéticas, yo chorreando sudor por
cada poro de mi cuerpo, con las bailarinas llenas de polvo y tropezones de
barro y con la boca abierta buscando oxigeno cual pez fuera del agua y
Valentino, bueno, con los pies llenos de barro y con la camiseta empapada de
sudor bien pegadita al cuerpo, la verdad que él a mi, así me daba su morvazo, pero
eso…un cuadro digno de ver.
Cuando nos enseñaron nuestra
habitación y abrimos las puertas de la terraza, nos quedamos totalmente
ojipláticos, las vistas eran espectaculares, un valle de montañas atravesado
por un par de riachuelos y un buen número de animales dispersos. Era
maravilloso y súper romántico, justo lo que necesitábamos. Además la cama era
la más grande que había visto en mi vida, he dicho.
Al día siguiente después de
desayunar, decidimos bajar al pueblo dando un paseo, porque cuesta abajo no es
tan cansado. Y por el camino nos hicimos fotos con gallinas que habían por allí
sueltas, bebiendo de riachuelos súper limpitos y haciendo todas esas cosas
moñas que se ven en las películas. El problema vino a la entrada del pueblo.
Justo ese día era día de zoco, y tocaba venta de corderos…Ay Dios mío, cuando
me vi rodeada de corderos bonitos pero malolientes y pulgosos que me rozaban
las piernas por todas partes y se intentaban comer mis pantalones, simplemente
quise llorar de miedo y a Valentino no se le ocurre otra cosa que preguntarme
si quiero una foto ahí metida entre todo ese rebaño de ovejitas, imaginar mi
careto de asesina desquiciada cuando le contesté que si quería seguir teniendo
sexo durante el resto del viaje que me sacase de ese lugar en menos de dos
segundos. Dicho y hecho, no hay nada más efectivo que amenazar a un hombre con
cortarle el riego sexual.
El día transcurrió sin más
incidentes hasta que tuvimos que volver a la casa rural. No quedaban taxis, ni
un alma por las calles, así que llamamos al taxista que nos llevó el día
anterior y nos dijo que él estaba lejos, pero que mandaría a algún compañero.
Santa madre del cordero cuando vi
llegar al supuesto taxi que nos iba a subir por la montaña. Creo que era un
coche que para reconocer el modelo habría que hacerle la prueba del carbono 14,
dejando a un lado el hecho de que el asiento trasero, o sea, el mío, era un
sofá al que le habían quitado los apoyabrazos. A medida que íbamos subiendo la
montaña yo iba ahogándome más y más, no entendía de donde salía tanto polvo si
tenía las ventanillas cerradas, y cuando miré al suelo vi un agujero del tamaño
de mi pie justo entre mis piernas y otro del tamaño de un puño en la puerta,
vamos, que más bien el taxista nos tendría que haber pagado a nosotros por
haber subido en ese cacharro.
El resto de tiempo allí fue
genial, mucha relajación, mucha paz, muchas pelis vistas en lo alto de una
torre árabe tirados en unos cojines gigantes, con el portátil apoyado en el
suelo y bebiendo te marroquí con menta a todas horas.
A la hora de despedirnos de los
dueños, prometimos volver, y no dudo de que lo haremos, porque son encantadores
tanto ellos como el lugar.
Los siguientes dos días tocaban
en la playa, así que volvimos a Marrakech por el mismo método de amontonamiento
en taxi y una vez allí cogimos un autobús comunitario, con esto quiero decir
que hasta que el autobús no va completo, no sale al destino marcado.
Esta vez nos íbamos a una pequeña
ciudad costera llamada Essaouira, donde un amigo de Valentino nos había dicho
que nos había conseguido un apartamento súper barato para dos noches.
Al llegar, nos dirigimos al
apartamentito en primera línea de playa, y al abrir la puerta yo me quise
morir. Era un apartamento viejo, destartalado, decorado al estilo marroquí pero
en cutre y lo más impactante de todo, con un retrete-ducha, es decir, que
dentro del baño, sin plato de ducha ni nada, tenías como una manguerita colgada
del techo para ducharte, así que podías estar cagando mientras te lavabas la
cabeza. La pila de las manos estaba fuera, en el pasillo. Bueno, eso era un
destartalamiento total, pero como no había otra cosa, pues dejamos las maletas
y Valentino se rompió el culo al sentarse de golpe en la cama, si, si, el culo.
Resulta que la cama era una tabla de madera con dos esterillas de camping
encima y una manta gordita.
Lo mejor fue salir de ahí a dar
una vuelta y a cenar, ya pensaríamos donde y como dormir con el estomago lleno.
La ciudad era preciosa, típica
estructura árabe y arcos árabes, tranquila y con un olorcito a playa estupendo.
Nos pareció súper divertido y
perejil ir a la lonja y escoger los pescados que íbamos a querer cenar y el
marisquito para que luego nos lo hiciesen a la brasa, así que después de comer
un montón de gambas y de sardinitas, nos fuimos a dar un paseo por la orilla
del mar, mojándonos los pies y dándonos mucho, mucho amor, vamos, de hecho
escribimos nuestros nombres en la arena dentro de un corazón, ¿pastel puro eh?
Y al volver, después de intentar
acomodarnos para dormir en las esterillas llegó el momento intoxicación. Yo me
puse mala malísima, venga a vomitar
y…bueno, ya sabéis. Pasé 24 horas deshidratada, sin poder tolerar ni un
traguito de agua, y con fiebre. Así que el día destinado a ir a bañarnos a la
playa y comer por ahí fue un día
reclutados en ese maravilloso apartamento.
Hemos jurado solemnemente no
volver a esa ciudad nunca más, esta maldita y no nos quiere.
A pesar de los tropezones del
viaje, de verdad os digo que ha sido mágico y maravilloso.
Un abrazo fuerte pocholitos.
Facebook: valentina en tacones
Twitter: @valentacones
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